Currículum vitae de una casa feliz

dibujo-ivc3a1n-2010El hombre dio un tirón a la puerta, aún sin truco, y luego de un par de vueltas forzosas en la cerradura la casa estaba resguardada. Aquella puerta blanca no era cualquier puerta. Requería estilo para abrirla y cerrarla: levantarla un poco para evitar el chirrido y después, tirarla hacia uno para que el cerrojo entrara bien. Pero el nuevo dueño de la que fue mi casa no dominaba todavía esas mañas.

La rozadura entre la que fue mi portilla vieja y el piso me despertaron de aquel sopor. La venta de aquel inmueble era un hecho y yo estaba aturdida todavía. Me metí en estos enredos de la compra y venta no por moda, sino por convencimiento. Después de todo, yo tendría que estar satisfecha porque atesoraba unos cuantos pesos convertibles, pero nunca podría abrir otra vez la puerta blanca de mi vieja barraca.

Mi abuela prefirió siempre llamarla “mi barraca”. Tanto, que se refugió en ella y apenas salía al pueblo. Era la barraca de María Elena Cruz López en la calle 7 de Jagüey Grande, o mejor dicho, era María Elena y su barraca. Lo que fue una casucha de tejas, habitada por gallinas y polluelos, se transformó en un espacio confortable de mampostería y placa. Las manos de María Elena moldearon con cemento las paredes, el techo y piso de la casa 5005 durante aquel pretérito especial de los 90.

Integrar una microbrigada de construcción en la década del 70 le sirvió para saber darle forma a su barraca veinte años más tarde. Siempre faltaron cosas en aquella casa, pero fuimos felices sin saber que lo éramos. Cuando la necesidad quiso ser huésped en la casa, mi abuela tuvo que acudir a remedios ilícitos para combatir las hambrunas. Un pedazo de cuarto y baño se habilitaron para alquilarlo en las noches. Mi abuela, sus hijas y yo lavábamos en cada sábana los restos de placer de quienes escondían su amor de los ojos del pueblo.

Cuando el negocio decayó se preparó ese mismo espacio para la venta y alquiler ilegal de discos compactos. Necesitábamos algo de dinero. Mi abuela empezó a cocinar rosquitas para venderlas porque la universidad es gratuita en Cuba, pero cómo costaba mantener mis estudios. Nunca hubo artefactos modernos en la barraca pero había una mata de guanábana, una de ciruela, otra de aguacate y un jardín que olía a cilantros.

No podremos tumbar más los aguacates para madurarlos en lo oscuro y venderlos en el muro del portal a quienes pasaban por el barrio. El aguacate da muchas ganancias y el durofrío también. Ya no podré vender tampoco durofríos de fresa, naranja o uva.

Aquí termina el jugoso historial de las ventas ilícitas para mantener una carrera y el estómago porque con los billetes de la jubilación de mi abuela podíamos hacer piñatas de cumpleaños. Sí, porque también hubo piñatas para vender, traficamos ron, que fue un negocio bastante escabroso; vendimos caramelos y cuantos “salvavidas” nos pusieran delante.

Hace algunos años, después de la muerte de mi abuela, la casa perdió el color y la pintura de sus paredes, los sonidos se volvieron ecos de tanta soledad, se secaron las plantas, se acabaron los negocios sin licencias, las camas dejaron de vestirse porque ya nadie dormía ahí y poco a poco el espacio dejó de tener sentido.

Había telarañas y un montón de recuerdos empolvados. Un par de cuadros con unas estampas de la Virgen del Cobre y San Luis Beltrán sobre el comodín de mi abuela; una foto mía que me congeló con 15 años y detrás, en el interior de ese mueble de madera, unas cuantas cajetillas de cigarros clandestinos que mi abuela consumía.

Dice Sabina que al lugar donde has sido feliz nunca debes tratar de volver, y yo volví, testaruda, buscando algo. Volví muchas veces. Demasiadas. Y no encontré ese algo, porque la felicidad se había mudado de la casa 5005. Decidí vender entonces aquel inmueble, sin saber que vendía también un pedazo de mi vida, un instante feliz que no volverá.

Yo reparé en el interior de la barraca ese último día y memoricé cada fisura. Cada ventana y puerta, cada indicio de ayer. Yo me despedí de esa casa mientras el dueño cerraba el llavín que tantas veces abrí y cerré. Ahora solo puedo mirarla desde la calle 7 y dibujarla en mi mente, con la algarabía de una familia que fue feliz, sin saber que lo era.

1 thought on “Currículum vitae de una casa feliz”

  1. Hay una casa en Cuatro Esquinas que fue mi casa feliz… Ni siquiera existe. Cuando mi abuelo entregó la tierra a la cooperativa, echaron abajo la casa y derrumbaron todos los árboles frutales de aquella finca La esperanza de mi niñez… Un crimen, sigo pensando… Una sola vez volví con mi tío Juancito y me dolió tanto ver aquel paraje hermoso convertido en un espacio vacío, con surcos inservibles donde nunca se cultivó nada… Luego sé que le permutaron esas tierras a otra persona… y ahora tiene nuevo dueño con nueva casita… A veces prefiero pensar que como la casa de Dorita (la del Mago de Oz), la mía se fue volando y habita en mis sueños… en los de mi hermano, en los de mi tío… en los de mis abuelos Juan e Inés, que siguen vivos y extrañando su casita de Cuatro Esquinas… Por eso Yari, me siento tan identificada con lo que escribes… Hermosa historia de la casa y de la dueña… qué gran abuela tienes… tienes!!!! Nunca dejes de escribir estas cosas, porque cuando te leemos nos conmueves… y eso es lo importante de escribir… conmover. Un beso, y aunque sea triste a veces hay que dejar ir las cosas para que vengan otras mejores… esa casa sin tu abuela no era la misma casa… Tu abuela vivirá donde tú vivas… ¿tienes alguna duda de eso??? Leerte me reconforta y me entran unas ganas tremendas de hacer lo mismo… gracias

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