El fin del mundo

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Biajaca era una postal de filmes del oeste. Toda ocre. Quizás lo sea aún, no sé. Y era un oeste, ciertamente. Biajaca tenía un nombre por tenerlo. No había ríos ni lagunas de oxidación cercanas. Nunca vi ni un gusarapo, menos pescados o biajacas. Era una prostitución toponímica. Pero era Biajaca a pesar de todo.

Cuando fui a parar hasta aquellos parajes, ya mi mamá había dejado de vivir en unos escasos metros cuadrados: la cabina de un camión destartalado. Eso no lo supe hasta tiempo después y lloré y lloré. Era un dato muy novelesco. Mi mamá y su esposo dormían en aquel pedazo de camioneta atascada en el mismísimo batey de Biajaca.

Nos instalamos en una casa pequeña con techo de guano y pisos cuarteados. Mi mamá se creía bendecida entre aquellas ruinas. Era un suelo de cáscara de huevos porque se fragmentaba fácilmente en trozos. Teníamos una bomba de agua y unos cuantos tinajones de barro sobre una meseta de palo. No había luz eléctrica ni agua de refrigerador. Jamás pensar en ventiladores para ahuyentar mosquitos ni en radios ni televisores para el aburrimiento de las noches.

Vuelvo a aquellos años 90 y me veo empapada bajo los chorros de los regadíos de las siembras, comiendo guayabas o plátanos hasta saciarme, llorando porque me crecería una mata en el ombligo, de tanto churre y tragar semillas de melón.

***

Miro atrás y estoy envuelta en un lodazal e ingenua todavía. Pero Biajaca asesinó mi inocencia después. Caía el atardecer y el esposo de mi madre me puso el asa de una lata cuadrada de aluminio en mis manos y me dijo que fuera a buscar un poco de corriente al rancho de mi tío Benito. Yo iba alegre por aquel trillo colorado porque llevaría un poco de luz para alumbrarnos.

Fui el hazmerreír del batey por un tiempo y odié a aquellos guajiros hasta hoy. Veo sus risotadas, sus lágrimas de tanta burla y el repicar de las patas delanteras de los taburetes al doblarse contra la tierra de tantos carcajeos. Pasé días peleada con el mundo y esa noche quería irme hasta Jagüey Grande a la casa de mi abuela, el único lugar donde podía ser ingenua y niña siempre.

Corrí llorando hasta el rancho y me sentí aturdida. Tenía cinco años. Pensé que siendo tan poca cosa, no sería digna de la escuela rural Luis Augusto Turcios Lima. No era una escuela, sino un aula, donde una maestra impartía todos los grados. Un ratico para mí con las figuras geométricas y los colores, otros minutos para el de tercero y unos problemas matemáticos para los más grandes de Biajaca. La pizarra se dividía en pedazos para no trocar contenidos, más no podía concentrarme casi nunca.

Cercano al patio del aula pasaba la línea del ferrocarril. Si pasaba el tren las clases se paraban de tanto ruido, nos asomábamos por las ventanas cuadradas de madera y en la tarde recogíamos trozos de cañas que llovían de aquella bestia de hierro.

Siempre me gustaba caminar descalza sobre la línea del tren e imaginarme el final de aquel camino férreo. A veces los caminos no van a ningún lado. Hay trillos viciosos, cíclicos, sin principios ni fin. Eso lo supe después.

***

Los domingos mi abuela iba hasta Biajaca en una bicicleta. Cada domingo yo volvía a conocer el hielo como Aureliano Buendía en Macondo. Después de atravesar un montón de kilómetros y terraplenes agrietados, mi abuela tomaba agua, pedía café fresco del colador, fumaba un primer cigarro y me sentaba sobre sus muslos.

Mi abuela nos aliviaba un poco las hambrunas. Daba todo cuanto tenía para sí. Mi mamá le contaba que Juan estaba peleado a muerte con José porque le había soltado los animales para que se comieran sus siembras. Que a Miguelito se le fueron unos tiros de la escopeta y aniquiló el perro del vecino. Que la mujer de Mengano, la de la entrada del batey, le era infiel a su marido. Que la mata de ceiba del fondo no se podía cortar porque traía mala suerte. Que el dinero no alcanzaba, que pronto yo tendría una cama, que había empezado la escuela con unos zapaticos negros pintados con “chismosa”, que la vida era una porquería…Eso lo supe después también.

Pero oyendo aquello odié más a los biajaqueros. Cuando me fui definitivo de Biajaca para Jagüey Grande, mi tía me dio un baño para esterilizar mis uñas color tierra, mis pelos achicharrados por el Sol y las picadas infectadas de los mosquitos en mis pies. Ya tenía seis años. No volví más a aquel sitio. Biajaca está en el mismo lugar de siempre, cercano a la Autopista Nacional, no aparece en imágenes de Google ni en ninguna de mi infancia. Eso lo supe ayer, buscando en mi cajón de fotos.

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