El hombre de todas las sangres

Mario Vargas Llosa

Desde la puerta de La Crónica todavía Vargas Llosa mira la avenida Tacna, sin amor: automóviles, edificios desiguales y descoloridos, esqueletos de avisos luminosos flotando en la neblina, el mediodía gris. ¿En qué momento se había jodido el Perú?

Nadie sabe cuándo pero sí cómo. Los modos explican las cosas mejor que las fechas. Vargas Llosa no se esconde tras su pluma, no es otro Mario en discursos ni espacios públicos: es un escritor comprometido con su tiempo, su Perú y Latinoamérica. Existe en él una necesidad constante por regresar al terruño natal, un sentir que es espontáneo y no hipócrita. Para él, Perú es “el país de todas las sangres”, como definiera su amigo José María Arguedas; y lo que sucede allí le afecta y exaspera más que cualquier vendaval en Europa o  Asia.

La ciudad y los perros (1962), es un mapa para desandar las cuadras del Colegio Militar Leoncio Prado, de Lima; con sus bautizos bestiales, su corrupción interna y el intento fallido de formar héroes y no hombres timoratos. La novela nos confirma esa obsesión del autor por el empleo de estructuras y técnicas literarias, el manejo de los tiempos y la sensibilidad humana. Yo estuve en la calle Diego Ferré, sin viajar hasta el Perú; vi el cadáver del Esclavo y abrigué algunas veces  a la Malpapeada también.

La realidad peruana recrea y contextualiza también Conversación en La Catedral (1969), un texto, que según el propio Vargas Llosa, sería el primero de sus libros en salvar de las llamas. Considerada como la obra cumbre de su literatura y la más experimental según algunos críticos, es una clase magistral sobre el uso de las formas, la representación dramática y la elegancia de las técnicas narrativas.

Yo llegué tarde a Vargas Llosa. Recuerdo que en las clases de literatura latinoamericana, durante la Universidad, ni siquiera le dedicaban unas palabras dentro del “boom”, siendo uno de sus exponentes junto a García Márquez, Carlos Fuentes o Alejo Carpentier. Pero sí hubo lecciones para “De amor y de sombras”, de Isabel Allende, por ejemplo, y yo apenas entendía la no inclusión de su obra literaria dentro del programa de estudios cuando se ponderaban otros escritores.  Esa aberración la entendí después.

Vargas Llosa fue vaporizado en aquellas clases, como si todos sus relatos o novelas fueran anticastristas. Un lector de libros digitales me permitió descubrirlo, con su destreza literaria y su defensa a la democracia. Lo prohibido siempre tienta y aquello me martilló en la cabeza hasta hace algún tiempo.

Vargas Llosa se define como liberal, no es de izquierda ni de derecha. Le repugnan, como a mí, las dictaduras y los vicios políticos, el oportunismo, la mutilación de la justicia y los derechos más elementales. Es un empedernido amante de la democracia, las libertades, los derechos sociales, aun cuando los amigos decidieran enlistarlo en batallones de guerra opuestos.

Es un hombre que ha tenido que explicarle a medio mundo su posición política después de publicar algún que otro ensayo o artículo. Casi todos hemos leído, primero como chisme literario y después como un ejercicio coherente, las cartas entre él y Mario Bennedetti, su defensa al “Caín de los Caínes”, Guillermo Cabrera Infante y decenas de textos sobre cualquier suceso que amerite una reflexión. Vargas Llosa no cubre su rostro con  antifaces y muestra su ideología sin tapujos, como una Piedra de Toque.

Vargas Llosa tiene tres nombres por falta de uno: Jorge Mario Pedro. Tiene desde hoy 80 años, el mismo niño nacido en Arequipa, que con solo 5 años aprendió a leer en el Colegio La Salle y fue “la cosa más importante que le sucedió en la vida”.

Guarda un Premio Nobel de Literatura (2010) en algún lugar de su casa, tiene por novia no a una Isabel Preysler sino a una chiquilla de nombre Perú, que es sinónimo de Patria, “un puñado de lugares y personas que pueblan nuestros recuerdos y los tiñen de melancolía, la sensación cálida de que, no importa donde estemos, existe un hogar al que podemos volver”.

Vargas Llosa no parece un hombre de 80 años. Su pelo blanco es una prueba de cuanto camino ha andado, pero su puño no envejece. Su última entrega, Cinco Esquinas, es la confirmación de que escribir, ciertamente, lo ha salvado de todas sus desgracias, sus incertidumbres y frustraciones.

Vargas Llosa pide mi mano para bailar un vals. Yo accedo temerosa a esas manos arrugadas y expertas a la vez. Ha sido mi amante desde hace algún tiempo, sin saberlo los dos. Estas líneas terminan descubriendo ese romance, entre un hombre que celebra en su departamento neoyorquino o en Madrid estar vivo todavía, y una veinteañera que sueña a retazos con un bailarín de su estirpe.

 

 

 

 

 

 

 

 

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