Hay sitios que nos marcan para siempre, que no se desprenden de uno tan fácilmente. Hay casas que viven en uno, aunque ya no las habitemos, aunque reine la humedad, el polvo, la soledad, las cucarachas, aunque solo queden ruinas. La casa de Maqueira era seguramente una de esas casuchas que nadie se disputaba en Jagüey Grande.
¿Quién podría querer aquella barraca con techo de tablas y cartón prieto, atravesada en medio de la calle a su antojo? Se quedó petrificada en el tiempo, rompía con el paralelismo de la cuadra y cargaba con unos cuantos mitos, el propio fantasma del viejo Maqueira y un desnivel con respecto a la calle de casi un metro.
Pero no existían muchas opciones: el dinero alcanzaba solamente para comprar aquel rancho. A veces yo sabía que iba a llover por la cara de mi mamá. Salía al portal y lo confirmaba con mis propios ojos, ya venía el agua. La lluvia se convirtió en una enemiga frecuente. Mi mamá lloraba, creo que por vergüenza, porque la pobreza pone de malhumor a las personas y porque en los 90 casi todos lloramos. Era la manera de exorcizarnos de los demonios y de las hambrunas especiales. Lágrimas para no delirar y sentir vida al menos en las mejillas, para distraer tantos vacíos digestivos, tanta crisis …
En días de interminables aguaceros yo “trepaba” en mi cama porque la casa era el desagüe del barrio. Desde ahí yo veía cómo iba subiendo el nivel del agua y cuando ya era un río hacía unos cuantos barquitos de papel, los echaba a andar por el cuarto y pasaba horas y horas así, esperando a que bajara el agua, viendo cómo naufragaban algunos sueños.
Cuando todas las vecinas con escobas en mano escurrían sus portales, mi mamá empezaba a sacar el agua de la casa con cubos y en cada mililitro se iba también la basura de la calle porque allí iba a parar cualquier desperdicio. En ese espacio parecía que no había llegado la Revolución. Cuando mi vecino supo que había sido electa al Tercer Congreso Pioneril me dijo que planteara en una plenaria la situación de la casa, las dificultades que atravesábamos, pero le respondí que eso no era cuestión de la organización, que yo iba para discutir los problemas de mi escuela, no los de mi barraca.
Creo que en la escuela hasta me miraban con lástima, pues yo vivía en el rancho de Maqueira, pero también hubo otros que se rieron de mi realidad. Nunca tuve pena de decir que vivía allí, en la casita de Jagüey que se llenaba de agua. Cuando pasó el huracán Michelle el rancho se fue abajo y ahí mi mamá si lloró como nunca. Declararon derrumbe total. Pasamos el ciclón en casa de mi abuela por cuestiones de seguridad. Cuando llegó la calma mi mamá salió como loca en una bicicleta para ver el rancho y la cuadra entera estaba ahí, viendo los cimientos fúnebres de una casa que voló como Matías Pérez.
Tuvimos que levantar sobre los escombros unas paredes y escoger algo aceptable de cartón prieto para cobijarnos un tiempo. Vivíamos en hacinamiento, dormíamos casi que al lado de los calderos y cerca del baño, pero bien lejos del confort. Nunca encontramos la dichosa fortuna de Maqueira. La gente decía que el viejo había enterrado hacía años algunos objetos de valor bajo la casa, pero solo había tierra y más tierra, y también desilusión.
Después nos dieron algunos materiales para construir una nueva casa alineada con las otras de la cuadra, que estuviera al nivel de la calle y dejara de ser de tabla y cartón, para vestir el techo con la moda del fibrocemento.
Así desapareció el rancho del viejo Maqueira y con él se fue la amenaza de la lluvia, volví a anhelar un baño bajo un buen aguacero y mi mamá dejó de llorar por las inundaciones. Pero vuelvo de vez en cuando hasta mi cuarto feo de la infancia, veo los aleros llenos de nidos de pájaros, aquellos barcos de papel disueltos por otra tormenta acuática y regresa la nostalgia por lo que ya no está. El rancho de Maqueira fue algo similar a la pobreza, a la necesidad, la frustración, pero se me antoja revivirlo otra vez, porque hay casas que viven en uno, aunque ya no las habitemos.