Enferma de casa

Hace unos días, leyendo El País, me encuentro con esta frase de Theodor
Kallifatides, un escritor griego que es totalmente desconocido para mí: “la emigración
es una forma de suicidio”. No había encontrado, hasta hoy, una definición tan
precisa. También yo, he estado al borde del suicidio, de caer.

No de un sacrificio literal de atentar contra mi vida, sino en el fin abstracto de lo que
un día fui. No encuentro las palabras exactas, no sé. Quién sabe, Duni, si aquella
carta del tarot empieza a cobrar sentido otra vez: ‘’el cambio nunca es pérdida, es
solo cambio. La muerte es, en muchos sentidos, una conmemoración de la vida. Es
la primavera, tras un largo y frío invierno’’.

Parece una metáfora, pero no lo es. Está hablando el Arcano sin nombre. Y así ha
sido parte de este viaje, dejando la piel en el camino, contando con los dedos de las
manos las pérdidas, los cambios, buscando un techo para los inviernos, pero
también, ensanchando la mente, dejando morir aquello que me hicieron creer,
renanciendo.

Una parte de mí ha dejado de existir en estos años. Padecí un duelo migratorio,
como le llaman ahora, que me hacía dormir y despertar cuando lo hacía la gente en
Cuba. Ya no. Ahora almuerzo mirando el reloj de reojo, pensando en que en ese
mismo instante, mi hermana o mi mamá cuelan una cafetera de café en Cuba.

Si es que hay café, si es que hay gas, si es que hay corriente, si es que vino el agua.
Entonces caigo en la trampa de vivir dos vidas: la que tengo ahora y la que dejé
atrás, pero la cual padecen todavía los míos, los nuestros.

Los síntomas van y vienen, a su antojo. A veces, cuando mido el tiempo, si es que
se puede medir, vuelvo a las mismas calles, sabiendo dónde están sus baches, sus
remiendos, intuyendo a dónde llevan cada una de ellas, dónde se cruzan.

En este lado del mundo, a veces las calles no llevan a ningún sitio, no las conoceré jamás
del todo bien. En estas calles, negruzcas y elegantemente asfaltadas, no tengo una
historia digna de contar. Salvo que vivo en la calle de Balder, el dios nórdico de la
luz, hijo de Odín, la misma calle donde está creciendo mi hijo.

Nunca antes había estado tanto tiempo conmigo misma desde 2017. Hay días que
no me tolero, no me soporto. Hay otros, en los que me doy el empujón, una
palmadita en la espalda y me susurro que todo va a estar bien. Me celebro. Hay
mucha soledad en la emigración, mucho silencio, grito interno, tardes vacías.

Tengo un juego de seis platos de Ikea y una mesa amplia para una familia ausente. He
abrazado también esa soledad y he ido armando una nueva vida, en una tierra
extranjera, donde todos los rostros terminan siendo ajenos.

Yo creo ahora, firmemente, en el poder sanador de una mañana con Sol. He
aprendido, que los días grises y lluviosos son para lavar, tender, limpiar; y que si hay
buen tiempo, el mejor plan es no estar en casa. Yo, que antes evitaba el Sol de
Cuba, he terminado, necesitándolo.

Espero como una boba las primeras flores de la primavera y lavo anticipadamente los vestidos de agosto. El verano holandés es corto y fugaz, a veces caliente, pero no por eso deja de merecerse un vestido, las piernas al aire.

Primavera de 2021
12/04/2021
Primavera de 2021 // Keukenhof Castle

Si el cielo está azul o despejado, el día pierde esa especie de pesadez, de carga
gris. Es buen momento para dejar de tomar mi té de jengibre por agua fresquita con
limón, parar por unos días los suplementos de vitamina D y escuchar de paso a la
vecina diciendo que el día está bonito y que la gente está vrolijk (alegre).

Nosotros, los que vivimos aquí, funcionamos con las estaciones, a su ritmo. Y es así, el clima
tiene esa fuerza especial de influir en los estados de ánimos, de hacernos reír o
andar como un zombi. En los escaparates, vamos sacando y metiendo piezas de
acuerdo al clima, y así el ciclo eterno. He ganado otoños de hojas rojas, amarillas y
coloradas, y a veces, la sorpresa de la nieve.

Alguien me dijo, recién llegada a estas tierras, que en Holanda no se podía disfrutar
de un buen amanecer. No hay nada más cierto, los amaneceres se resisten aquí,
con la misma pereza de quien no quiere despertar. A mí también me ha pesado salir
de la cama, más de una vez.

El invierno es muy largo, hostil, suicida. Pero hace falta
para el equilibrio, para hacer crecer los bulbos de tulipanes que se esconden bajo la
tierra, para que los egels (erizos) descansen. En las noches de invierno, me aseguro
de tener velas, mantas para envolverme y caldos calientes o sopas. Luego en
verano, pongo citronelas para espantar los mosquitos del canal y echo de menos
todo eso y no entiendo por qué.

El clima es, junto al idioma, mi pesadilla constante. He perdido las pocas habilidades
de comunicación que tenía antes. Tampoco escribo ya, me cuesta.
He tenido (tengo) que hacerme entender en una lengua que no es la mía, y he
hecho (hago) el rídiculo hasta el infinito. Aprendiendo holandés, he descubierto
palabras tan profundas como heimwee, que no es más que el homesickness del
inglés.

Un día, en los cafés de idioma de Rozenburg (taalcafé), me pregunta la profesora si
yo tenía heimwee. Me preguntó en público, delante de otros y le dije que no sabía lo
que era. Me explica con otras palabras, y entonces le digo que sí, que ciertamente
tengo nostalgia, y le pido que por favor, la escriba en la pizarra. La tengo en mi
libreta, como es de suponer, con un asterisco de atención. Hay que escucharla cómo
suena en boca de los nativos, es una palabra que yo no alcanzo a decir bien por el
sonido vibrante de la w holandesa.

Aprender un idioma, sus frases callejeras, sus sonidos, es todavía un proceso
desgastante para mí. He parido a nuestro hijo, agonizando en holandés, y ya eso
dice suficiente. Todavía me veo, en aquel ataque de pánico durante los últimos
centímetros de dilatación, diciéndole a la matrona de turno:


-Ik kan het niet meer, ik ben kapot, wat gaan jullie doen met mij? No puedo más,
estoy muerta, ¿qué van a hacer conmigo?

Todo ese llanto y miedo, entre contracciones y oxitocina, fluyendo en una lengua
prestada, pero que en un futuro será la de nuestro hijo. Me aterra la idea de que no
podamos entendernos livianamente, hacer un chiste a lo cubano, leer a Martí,
escuchar a Pablo Milanés, hablar con los míos.

Voy a tener que buscar respuestas para explicarle qué es Patria, qué significa tener
gorrión, qué es un callejón o cómo suena la palabra Cuba en mi garganta. Y no solo
eso, voy a tener que explicarle, por qué a mamá y a papá les gusta tanto tomar la
leche con unos trocitos de pan, habiendo tanto cereal y muesli por ahí.

4 thoughts on “Enferma de casa”

    1. Leo en mi propia piel estas lineas amiga asi es imigrar es sacar fuerza de no se donde para continuar un dia ala vez mas no se puede ❤️

  1. Heyker Ramón Hernández Reyes

    De pinga! Se me han aguado los ojos leyendolo. Me ha encantado la referencia a la oxitocina, define mi concepto más global de maternidad: amor y felicidad en una sola palabra. Abrazos!

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