“Grato es morir, horrible, vivir muerto”
José Martí, New York, 1894
A Israel Santana lo volví a ver después de un puñado de años y con una promesa incumplida. Montaba una bicicleta Forever 26; vestía una camisa verde olivo de mangas largas y un sombrero de paja para camuflarse del sol. Venía de algún campo cercano a Jagüey Grande, con las manos ásperas y desabridas por el machete y la guataca. Llevaba en su rostro el cansancio propio de la agricultura, pero había paz en su mirada y pudor: ya yo interpretaba el lenguaje de adultos.
Israel fue un hombre de manos blancas, no solo por el color de su piel, sino por el polvo de las tizas. Su casa era Juan E. Lefont Alonso, una escuela primaria que ya no es lo que fue hace más de una década y asumía una vocación perenne, no por imposiciones ministeriales ni graduaciones pedagógicas en masa, sino por placer. Y se le daba bien aquello de las clases. Yo me sentía orgullosa de estar en su aula, aunque nunca se lo dije; y alardeaba con eso porque ser alumna de Israel no era cosa desdeñable.
Era un hombre fornido, de ojos marrones y bigote denso. Israel solo hablaba lo preciso, no andaba con rodeos, su voz mugía, pero era limpia, no era un maestro segundón. Tanta autoridad había en sus miramientos que ante un desorden nuestro lanzaba su ojeada y bastaba para enfilarnos otra vez. Fue director de Juan E. Lefont, sí, pero regresó al aula porque ese era su campo de batalla. Guiar a 30 chiquillos era la mejor misión, el mejor terreno para medir las virtudes de un educador.
Fuimos el grupo quinto B y aprendimos Matemáticas, Ciencias Naturales y a ser personas. Creo que El Mundo en que Vivimos habría sido una asignatura del montón, sino la hubiese impartido Israel. En esos años despertó en mí un sentimiento por Cuba, que no era decir aquella cantaleta de ¡Pioneros por el Comunismo…!
La bandera empezó a tener otros significados para mí y dejó de ser un pedazo de papel pegado en un palito de madera para agitar en una tribuna por el regreso de Elián González. Izar la bandera fue un ritual en aquellos años, portábamos en unas manos vírgenes, no un trozo de tela y sí un órgano de la Patria. Y supimos que la Patria podía ser un lugar común, con gente que sintiera por Cuba, a pesar de ser negros, blancos o mestizos, brutos o superdotados. Todo eso gracias a Israel.
Entendimos por qué Martí escribió el poema Abdala “expresamente para la Patria” y encarné a Espirta en una escenificación pública. Yo, que nunca he tenido aptitudes histriónicas. Acampamos en tierras cercanas a un vivero de autoconsumo y cocinamos huevos en cáscaras de naranja, sin aceite; preparamos una fogata y simulamos la vida en campaña. Israel nos formó en el rigor, algo extinto en esta época y fue, sin temor a equivocarme, un maestro “atravesado” en Jagüey Grande.
Un tipo pesado y rudo, pero capaz de sentir. Nunca aceptó sobornos ni vicios. Fue un maestro, no un profesor. Mi mamá me obligaba a hacer copias en una libreta cuando le daban quejas y yo pasaba las tardes escribiendo en renglones y luego páginas “en el aula no se habla ni conversa”. Hasta que un día Israel llegó de sorpresa a mi casa y reprochó a mi madre por aquella brutalidad, que no era método ni escarmiento porque siempre me distraía, aunque tuviese que hacer mil copias más.
Israel nos regañaba por masticar chicle durante sus turnos, nos hacía botarlos en escupitajos nerviosos y volvíamos al asiento con las mejillas enrojecidas. Nos enseñó a respetar, a no ser ignorantes y a tener vergüenza. Un día, en una clase de Educación Cívica, Israel nos trató de explicar el asunto de la formación vocacional. Y nadie ha superado aquella lección. Nosotros le preguntamos cómo había descubierto su inclinación por el magisterio.
Años después, uno de sus alumnos tocó la puerta de su casa y traía entre sus manos el título universitario que le acababan de otorgar. El muchacho le dijo que él era parte de ese logro y venía orgulloso a mostrárselo. Ese día Israel entendió por qué quería ser maestro y yo me prometí, para mis adentros, hacer lo mismo. Hoy todavía me debo eso a mí misma.
No sospecha siquiera que le dejé unas palabras en los agradecimientos de mi tesis, que guardé aquella agenda en que me dice que nunca llorara y que fuera feliz. Conservo las medallas que él mismo nos hacía conseguir con empeño y las libretas de sus asignaturas. Todavía cierro los ojos y lo veo pasando la lista: Anabel Bringas, Gilma Calvo, Jasiel Domínguez, Miguel Echemendía, Yanet Piedrafita, Marvel Polo… y vuelvo a verlo, sin las uñas coloradas por la tierra.
Israel permutó, se fue al campo a labrar otros sueños. Era horrible verse viviendo muerto y prefirió morir antes de empañar su profesión. Hace ya, mi mamá me llamó por teléfono y me dijo: adivina quién volverá a ser maestro. Yo sospechaba que ese era Israel, pero prefería oírlo. Le dije que no sabía. Y me desperté de aquel sueño o fue real. No sé. Yo iba a llamarla hoy para confirmar ese detalle hermoso antes de entregar este texto, pero prefiero creer que Israel volverá a ser lo mejor que ha sabido ser.