Estábamos en el patio de la casa. Era una de las últimas noches que pasaría en aquel sitio durante algún largo tiempo. Todo permanecía en su lugar, un patio en toda su dimensión: unas orquídeas aferradas a un tronco de naranja agria, unos arbustos de croton en el lateral derecho, nuestra perra husmeando en alguna que otra esquina húmeda, las palomas del vecino ya en sus jaulas y la tendedera de ropa aguantando el peso de unas cuantas sábanas, toallas y pantalones.
Sobre nuestras cabezas, el cielo oscuro pero despejado, haciéndonos una mueca a nuestra pequeñez, a nuestra diminuta existencia.
-Mira bien las estrellas porque será la última vez que las veas probablemente- me dijiste.
– ¿Por qué? – pregunté
_ Porque desde las grandes ciudades dicen que no se ven. El exceso de luces no deja verlas.
Se estremeció algo en mí y me creí afortunada en aquel pedazo de patio. Sentí que renunciaba desde ese día a mi manta de estrellas. Tenía una constelación de luces allá arriba, la Osa Menor posaba más clara que nunca. O al menos eso creí en aquel estado de confusión.
Pensé una sarta de estupideces e hipótesis pues seguramente desde las calles de New York tampoco se podrían contemplar las estrellas, ni en París, ni en Londres y mucho menos en Las Vegas y Dubái, ni en Hong Kong, ni en Madrid, ni en cualquier otra ciudad de bombillas encendidas.
Llego a Madrid y una noche, no sé cuál, miro de reojo al cielo y allí estaban parpadeando. Era la misma manta de estrellas que cubría el patio de mi casa. Y entonces olvidé si se veían o no las estrellas desde ciudades modernas y empecé a googlear, desenfrenadamente, sobre “teorías estúpidas creadas por el hombre y para confundir a los hombres”.