Patria II

Quizás sea eso: tanta agua separándonos, el vacío azul, el infinito entre dos mundos. Si Cuba hubiese estado en Polonia, en Italia o en Luxemburgo, la sensación de lejanía hubiese tenido otro matiz, creo yo. Si me aburro, cosa que suele suceder a ratos, me da por pensar cosas así y termino marcando en Google Maps dos casas equidistantes, una aquí y otra allá, aunque no pertenezca a ninguna.

Y puedo trazar con los ojos cerrados el camino de regreso a casa, que es el único templo al que sé llegar por mis propios pies. La última vez que estuve en Cuba fue así, no me hicieron falta apps para saber que estaba llegando al pueblo. Si hubiese sido aquí, ya me habría perdido.

A unos kilómetros de Jagüey Grande quedan los campos camuflados de algunas frutas y cítricos, en esa mezcla entre verde y paisajes colorados, ocultando la tierra estéril, carcomida por plagas.

Si doblamos en el entronque a la izquierda, se hace una vía estrecha, que nos lleva directo hasta el pueblo, dejando atrás la carretera que lleva a San José de Marcos. Empiezan a desfilar algunas escuelas al campo, ruinas de una idea rota y me veo ahí, absurdamente feliz.

A mano derecha está el cementerio, estrujándome al llegar, estrújandome al salir. En cuestión de segundos pasa todo esto: el amor rídiculo a la tierra, uniformes azules en cuerpos que apenas crecen, las losas de nuestros abuelos, padres e hijos, hasta llegar a la terminal, el lugar más pintoresco y ridículamente cómico que pueda existir.

El carrito del rasco parqueado a la sombra, el ruido incesante de los ”almendrones”, el grito de Jagüey, Colón, Jovellanos; las moscas del Algarrobo sobrevolando la zona, el hedor de la orina de los caballos, las mochilas reventadas de los que van y vienen, el vendedor de chavitos en la esquina, la hamburguesera con aire acondicionado y laticas de Tukola para matar el calor, una terminal socialista de ómnibus que no van a ningún sitio, el contrabando como ley primera del hombre, los chulos de moda haciendo esquina, pasajes que te cuestan un ojo, el churre, el aguaje, el sudor, la guapería del Blin Blin, todo se funde, me trastoca.

No me pierdo en el camino, puedo llegar a ojos cerrados otra vez dentro de 10 años. No me pierdo el privilegio de beber agua del grifo y que el estómago ni se espante, salir a pie a casa de una de mis amigas, comernos juntas un plato de frijoles negros, pasar frente a mi escuela primaria y verla tan diminuta, distante.

A medida que pasan los años, he caído en la trampa de querer encontrarme en todo ese folklor, en retrospectiva, otra yo en el mismo lugar, viendo a la que fui desde la acera de enfrente. He vuelto a buscarme, donde he pasado la adolescencia y la niñez, donde me fui siendo una cosa, donde regreso siendo otra. El resultado da espanto: me he convertido en una intrusa en mi propio hábitat. Lo serán mis hijos también, y los hijos de ellos, que buscarán el rastro de la semilla quizás con reproche, o desde la aceptación de las decisiones de sus padres, pero serán ciertamente eso también, unos hijos extraños de unos intrusos cualquiera.

Cada dos años vuelvo para (re)encontrarme con la prolongación del tiempo: gente que no conozco de nada, un pueblo emigrando a donde sea posible, casas vacías en una estampita de tono ocre, un parque que no es parque nunca más, bicitaxis que van rodando de un extremo a otro, a la velocidad de la luz, del tiempo.

Si estás dentro te asfixia, si estás fuera también. Cuba no tiene puntos medios, ni cura. Si te mezclas, te enfermas. Y sin cura, no habrá vida.

¿En qué momento la Patria se nos volvió una herida?

Foto de 2019, durante el vuelo Ámsterdam-Varadero.
Recorrido del trayecto que va indicando  el avión a los pasajeros.
Foto de 2019, durante el vuelo Ámsterdam-Varadero.

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