Primero, fue la salvación de mi madre. Una bandeja bendita de arroz con algunas piedrecillas, potaje de chícharos con sal y ajo, un huevo hervido aún en su cáscara y unas rodajas de rábano. Ese era nuestro almuerzo escolar en los años 90 y la hora exacta en que mi madre podía pensar en otra cosa que no fuera en qué me llevaría a la boca.
La merienda, un dulce duro de harina, que costaba unos escasos centavos. De algún modo, yo me sentía afortunada y mi madre, aunque no me lo dijera, creo que también.
Luego vino la secundaria, el preuniversitario y la universidad, pero las bandejas del comedor fueron la misma cosa: un compartimento de aluminio viejo, donde todos los espacios estaban calculados. Con cinco años, con diez o 15, una bandeja de almuerzo y un vaso de refresco de sirope antes de dormir en la escuela al campo, eran el milagro de la Revolución en mi estómago. Eran mis deudas con Fidel Castro, el antídoto contra mis hambrunas de niña adolescente, la fortuna de tener al menos, un pedazo de boniato negruzco para después.
Por último, me volví exigente e ingrata, eso me dicen. Luego, fueron los motivos de discusión con mi hermana. Ella, la agradecida por tanto esfuerzo; yo, la que renegaba el almuerzo del Estado.
Es una tarde irritante para nosotras. Discutimos de nuevo. No llegamos a ningún acuerdo. Al final, ella termina la conversación: “Tenemos demasiado, en África los niños comen torticas de fango”. Rematando así, solo queda un inmenso silencio entre nosotras.
Me veo en ella con unos años menos, pero al mismo tiempo, me muestra lo que ya no soy. A estas alturas, solo pienso en las causas de por qué había tanta hambruna en la cocina de mi madre, por qué un país se va quedando en los huesos, por qué se repiten las pobrezas cíclicas: el pan, el petróleo, el huevo, la desesperanza, lo insostenible.
Y no hay frase que me martille más la cabeza que aquella. Mi conciencia a prueba, el nudo en la garganta cuando es hora de comida y Save The Children rueda su anuncio televisivo en Holanda. Cuando eso sucede y estoy frente a la tele almorzando es toque de queda para mi mandíbula.
Son unos segundos de publicidad y todo se vuelve ráfagas en mí. La cara de los niños desnutridos en África, la bandeja del comedor, las discusiones con mi hermana, las migajas de Fidel Castro, las torticas de fango, “hazte colaborador de nuestra fundación con solo 12 euros al mes”, el sonido de las tripas vacías en mi mente, mi comida enfriándose, el cuestionamiento a flor de piel, el silencio del tenedor en su hora natural.
Con todos esos traumas de la infancia, si algo no me permito es botar comida. Tengo censado solo dos cosas que han ido a parar a la basura: un dulce de membrillo y un frasco de mermelada de naranja amarga. Deshacerme de esos dos alimentos requirió meses, convencerme de que jamás lo comeríamos y que quizás, iría a parar a la cocina de otra gente. Del contenedor de la calle a otra casa de familia, sin escalas. No es un gesto natural y orgánico en mí desprenderme de algo que no sea cáscara o envoltorios de nylon.
Ahora hay otra cosa que agregar en mi lista. Unas palomitas dulces de maíz con sabor a canela, que he pensado en si es conveniente tirar o no. Hay actos que exigen frialdad. Abrir el paquete, olerlas, repugnarte, convencerte de que hay que tirarlas, de que no me las puedo comer porque no me gustan, de que la gente desperdicia comida en toneladas de metros cúbicos y yo no. Toda esa culpa en mí, que irá a parar esta noche al contenedor del patio.
La noche es fría y afuera, hay gente que estará saliendo de casa para buscar la cena que otros dejamos. Algunos bendecirán su plato, la suerte que ha llegado hasta la mesa. Otros, ni colocarán el mantel. Nadie sabe lo que comerán los otros.