Nunca había rezado con tanto fervor. Ni siquiera en las misas de cada domingo y mucho menos en los sábados de catequesis. Repetí decenas de veces el Padre Nuestro aquel noviembre de 2001. Yo estaba sentada en la cama de mi abuela y tapada con una colcha rusa bajo un techo firme, que no colapsó como la casa donde vivíamos con mi madre.
Pedí amparo para los vecinos del barrio, para mis amigos del aula, para que el viento y las lluvias no arrasaran con las tierras de mi abuelo, para que no se llevara la mata de aguacate del patio y pedí por nosotros, que teníamos tremenda cara de espanto aquel 4 de noviembre, cuando el huracán Michelle prometía tocar suelo en Jagüey Grande. Ese día todavía no éramos damnificados. Pero faltaban apenas unas horas. Eran ya las 3:00 de la tarde.
Encendimos el televisor ruso y vimos el parte meteorológico en horas de la mañana. Mi mamá sabía que no podíamos quedarnos en el rancho que habitábamos, porque no era seguro ni para guarecer a un perro. Recogimos todo, que no era casi nada por cierto, pero al mismo tiempo era todo lo que teníamos. Después tuvimos mucho menos porque el rancho voló como Matías Pérez.
En unas cajas de cartón guardamos los platos, vasos, el fogón, los utensilios de cocina, unos cuantos calderos de aluminio y un radio vetusto. En otra bolsa, metimos nuestras ropas, mis uniformes y sábanas; y en otro cajón los adornos de yeso de la casa. Todo eso -y el televisor ruso- era la fortuna que tenía mi mamá. Se aseguró el techo de madera de la casa, se cerraron las puertas y ventanas y nos fuimos para la casa de mi abuela.
Michelle alcanzó 215 kilómetros por hora en la madrugada del día siguiente. Mis oídos estuvieron a punto de reventar por tanta presión, era un ruido ensordecedor, volaban objetos que se estallaban contra la casa y mi mamá lloraba a escondidas para no asustarme. Los cristales crujían, las antenas de televisión flotaban, el aire silbaba y golpeaba en círculos. Parecía el fin del mundo y lo fue para algunos. Hubo muertes y el pueblo estuvo de luto por un largo tiempo.
Jagüey Grande fue otro después de aquel vendaval. El barrio de Cantalarrana fue otro también. Las casas quedaron sumergidas bajo el agua muchos días y en las paredes quedaron las estampas de la inundación.
Ya no se podía defecar en las tasas sanitarias porque se habían ahogado con las lluvias. Ya no había aquel corredor de árboles en la entrada del pueblo. Tampoco había clases en las escuelas y no era julio y agosto precisamente. Ya no celebraríamos el fin de año ni la llegada del 2002 tampoco.
Michelle despidió por todo lo alto la temporada ciclónica en la Isla. Muchas familias vivieron por largos días en los techos de las casas, pusieron a salvo colchones y refrigeradores y pasaban las noches a oscuras porque las inundaciones impedían restablecer el servicio eléctrico.
Solo se escuchaba el vaivén de las aguas y las balsas y botes de un lado a otro del pueblo. Dormir a la intemperie nunca fue tan seguro como en aquellos días de noviembre del 2001. Había que esperar a que bajara el nivel del agua y que el Sol evaporara las lágrimas de Michelle para iniciar la recuperación.
Las plantaciones de cítricos quedaron devastadas. Se perdieron casi todos los cultivos, pero eso a mi mamá no le interesó mucho. Nada era más importante que saber cómo había quedado la casa después del huracán. Salió en una bicicleta, dando pedales en un estado de delirio, y comprobó lo que todos sospechábamos. No quedaba casi nada en tierra. Lloró ante las ruinas del rancho y se maldijo una y otra vez. Ya era 5 de noviembre y once días después sería el cumpleaños de mi madre. No teníamos motivos para celebrar ni un techo donde cobijarnos.
Fidel llegó hasta aquellos parajes y con él un cargamento de salchichas y sardinas enlatadas. Fue la primera vez que pude probar un perro caliente y no recuerdo haberlo saboreado, sabía a pobreza. Yo también fui otra persona después del huracán, aún con unos escasos once años.
Las tierras de Quemado Grande, donde mi abuelo trabajaba, quedaron destruidas; la mata de aguacate del patio se estremeció de raíz y el rancho no sobrevivió ante aquella bestia natural. Recibimos una ayuda para construir otra casa y levantamos poco a poco un nuevo techo para vivir.
Michelle estrujó la quietud de Jagüey Grande, pudo más que una decena de Padres Nuestros y se fue a hacer de las suyas al noroeste de Bahamas, mientras nosotros pedíamos a las once mil vírgenes que alguien viniera a nuestro reino, que nos diera el pan de cada día y nos librara de aquel mal.
Escribes muy lindo. Dios, si yo pudiera escribir así sería un Don Juan sobre el blanco y negro.
Fueron tiempos terribles. Por mi barrio se realizaron recogidas de ropas y utensilios para los damnificados. Uno cree conocer la tragedia “ajena” hasta que la escucha de primera mano y tan bien contada.
Muchas gracias por compartir tu visión de este mundo nuestro.